Crónica: «Si no nos volvemos a ver, recuérdame siempre…»

• Crónica: «Si no nos volvemos a ver, recuérdame siempre…»
• «El sistema fallido de inmigración le está jugando mal a muchas familias hispanas
• En los tiempos que estamos viviendo en EE.UU. es extremadamente importante que nos empapemos con el conocimiento de nuestros derechos y que no permitamos que los pisoteen

David dio un brinco cuando escuchó los pasos detrás de él. Ya sabía a qué venían.

La pequeña iglesia que había sido su vida y su vocación no parecía poder protegerlos del enorme peligro, ni a él ni a su familia.

David se giró lentamente y allí estaban. Esta vez querían un sí. Pandilleros desarrapados, con armas de calibre en el cinturón y sonrisas crueles con huecos entre los dientes. El que estaba más cerca le acercó el filo de un cuchillo a la cara.

El resplandor de la hoja iluminó sus tatuajes. A David se le congeló el corazón.

«Dime, pastorcito, ¿qué m… vas a hacer?», casi le escupió el pandillero.

«Ya les dije que no, carajo», contestó David, el pastor evangelista de San Miguel el Limón, en Guatemala.

El líder de los pandilleros soltó la sopa. «Entonces ya sabes qué te va a pasar, padrecito. A ti y al mocoso de tu hijo». «O estás con nosotros… o no estás», sentenció.

Esa misma noche, David pidió prestados 6,000 dólares para pagarle a un coyote que los haría pasar a Estados Unidos. No podían ir todos, Florinda, su esposa, se quedaría hasta que la mandara a buscar.

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Con ese dinero solo podrían viajar dos y optaron por sacar al pequeño Byron. Salieron confiados en que la voluntad de Dios los guiaría por el camino y los resguardaría de todo mal.

¿Acaso podría pasarles algo peor de lo que estaban viviendo? La familia coincidió en que no.

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Huyendo de la muerte, David y Byron, de tan solo 9 años, llegaron a la frontera encerrados en una caja de madera. Las penurias del viaje fueron espantosas, pero el olor a libertad que David imaginaba lo valía todo.

Sin embargo Dios parecía que tenía otros planes. La Patrulla Fronteriza fue la que abrió la caja.

David pestañeó momentáneamente cegado por la claridad del día. Byron se le pegó a la cintura, asomando su cabeza desgreñada por detrás.

«Señor, ¿este es su hijo?», le preguntó un agente uniformado señalando al niño.

«Sí, señor», contestó David, honrado y honesto como ninguno. «Es Byron».

Pensaba que ya estaban a salvo. Estos hombres les ayudarían y la pesadilla de la pandilla terminaría. ¡Estaban en su nuevo hogar!

«Firme aquí, señor». Y el agente le tendió un documento largo de letra apretada y un bolígrafo.

«Si firma puede ser deportado a su país con su hijo. Si se le ocurre pedir asilo, estará detenido dos años y el niño será adoptado. No lo verá más». «Firme, es lo mejor para ustedes».

Y David firmó, sin poder leer lo que decía, confiado en la bondad natural de la gente, y más de los representantes de la ley… pero lo que firmó fue una autorización para ser deportado a Guatemala solo mientras el niño se quedaba bajo la tutela del Gobierno en Estados Unidos.

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Firmó separarse de su hijo. ¿Cuánto tiempo? ¿Quién sabía? Firmó un engaño, una trampa que le desgarró por la mitad.

Byron no entendía nada. Lloraba, pataleaba, quería escapar de los brazos fuertes de los agentes que tiraban de él con fuerza.

«Un momento, agente. Déjeme hablar con mi hijo, por favor», suplicó David.

El niño le miró con tristeza, con miedo, con cansancio infinito. «Papá, no me dejes».

«Si no nos volvemos a ver, recuerda que soy tu papá», y le acarició la cabeza con dulzura antes de abrazarlo con todo su cuerpo y su alma.

«Papá, papá, papáaaaaaaa…», el grito de Bayron siguió a David hasta Guatemala, hasta San Miguel el Limón, hasta la puerta de su casa, hasta la mirada de horror de Florinda cuando lo vio en la puerta solo, sin el niño.

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Byron fue ubicado a las afueras de Houston, en un albergue donde tenía comida, cama, educación y una llamada a casa una vez por semana.

David y Florencia luchaban por saber qué hacer para reunirse con su hijo y escapar de la muerte amenazada por los mareros de su barrio.

Un mes después de su asilo, el juez Dana Sabraw ordenó al gobierno acabar con las separaciones de familia. Entonces, después de la alegría momentanea… llegó el dilema. ¿Qué hacer? ¿Dejar a Byron solo en EE.UU. o permitir que lo devolvieran a casa donde estaba amenazado de muerte?

Esta vez Dios sí escuchó sus oraciones y les envió al abogado Ricardo De Anda, de la Unión Estadounidense de Libertades Civiles (ACLU).

El letrado se puso a su disposición y consiguió que la familia Sewell lo acogieran en su casa cercana a Austin, Texas. Los Sewell le brindaron a Byron amor y cuidados suficientes como para que su sonrisa volviera a aparecer.

Ahora el mismo juez Sabraw tendrá que decidir si David, Florinda y sus otros hijos pueden quedarse en Estados Unidos asilado, junto con su hijo o si Byron deberá volver a Guatemala… al horror de la violencia.

Yo sé lo que haría si fuera el juez Sabraw. ¿Y tú?

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Mientras que lo piensan, está de más decir que seguramente esta no será la última injusticia del sistema migratorio estadounidense que vamos a conocer sin mencionar aquellas de las que no llegan a oídos de la prensa y por ende nunca se saben.

Por eso es importante asesorarse antes de dar un paso y conocer bien nuestros derechos. La Constitución de este país protege a todos por igual, bueno en teoría, pero cuando uno mismo permite que le violen sus privilegios, pues ahí no hay que hacer.

Muchas gracias mi gente linda por leer mi columna de este día. Que Dios me los bendiga y de nuevo muchas gracias por su confianza y preferencia. Hasta la próxima.

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